viernes, 5 de septiembre de 2025

El Estado y el artista en Centroamérica: una reflexión crítica sobre dependencia y autonomía

 El Estado y el artista en Centroamérica: una reflexión crítica sobre dependencia y autonomía





En el contexto centroamericano, y de manera general en diversas latitudes, se observa una constante en el discurso de múltiples creadores: la denuncia sobre la falta de apoyo estatal hacia las artes. Poetas, narradores, escultores, performers, artistas plásticos, cineastas en ciernes, entre otros, coinciden en señalar a los gobiernos como principales responsables de la precariedad en la que se desarrolla su labor. Este planteamiento, aunque comprensible en sociedades marcadas por profundas desigualdades económicas y culturales, requiere un análisis más detenido sobre la pertinencia y las implicaciones de exigir al Estado el sostenimiento directo de los artistas.


En primer lugar, conviene subrayar que la relación entre arte y poder político ha sido históricamente conflictiva. Cuando un gobierno decide financiar directamente a un creador, se establece inevitablemente una relación de dependencia. El artista deja de ocupar un espacio autónomo de cuestionamiento y se convierte, en mayor o menor medida, en un empleado público. Esta situación genera riesgos evidentes: el deber de fidelidad hacia el régimen de turno, la autocensura frente a posibles sanciones y la subordinación de la obra a intereses ajenos a la creación artística. Así, el arte pierde su condición de espacio libre y se transforma en instrumento de legitimación política o propaganda.


Desde esta perspectiva, la exigencia de que el Estado asuma la manutención de los artistas resulta problemática. No porque el arte carezca de relevancia social —al contrario, su valor simbólico y cultural es incuestionable—, sino porque su institucionalización puede diluir su fuerza crítica y subversiva. La autonomía estética se resiente cuando la obra depende de la burocracia. Como advierte Pierre Bourdieu (1995), el campo artístico se estructura precisamente en torno a la tensión entre la autonomía y la heteronomía; cuanto mayor es la dependencia de factores externos —económicos, políticos o institucionales—, menor es la libertad de la creación.


No obstante, persiste en la región una visión romántica y paternalista según la cual el Estado tiene la obligación de sostener a quienes se autodefinen como artistas. Este argumento ignora, en muchos casos, la compleja realidad socioeconómica centroamericana, donde amplios sectores de la población carecen de acceso a derechos básicos como salud, educación y seguridad. En tales condiciones, la demanda de un subsidio permanente para los creadores puede ser percibida no solo como inviable, sino también como una contradicción ética frente a las prioridades sociales.


A ello se suma otro fenómeno característico de las sociedades posmodernas y mediatizadas: la proliferación de autoproclamados artistas que, con un conocimiento parcial o superficial, reclaman un lugar en el campo cultural. Tal situación genera una confusión en torno a la noción misma de arte, reduciéndolo en ocasiones a un ejercicio de visibilidad o a una estrategia de consumo simbólico. Como en un “Macondo contemporáneo”, se materializan fantasías que desdibujan la diferencia entre la práctica artística rigurosa y la mera autoperformatividad social.


En consecuencia, la defensa de la independencia resulta fundamental. El arte, en su sentido más pleno, es confrontación, riesgo, búsqueda constante de nuevas formas de sensibilidad y pensamiento. No puede reducirse a un oficio mantenido ni a un ornamento institucional. La dignidad del artista radica precisamente en no deberle fidelidad a otra instancia más que a su obra y a su propia conciencia creadora. Reconocer esta dimensión no significa negar la importancia de políticas públicas culturales, sino distinguir claramente entre el fomento general a la cultura —accesibilidad, infraestructura, formación— y el sostenimiento directo e individualizado de los creadores.


En síntesis, la relación entre arte y Estado en Centroamérica debe replantearse bajo un horizonte crítico que privilegie la autonomía. El verdadero desafío consiste en diseñar políticas culturales que fortalezcan el ecosistema artístico sin anular la independencia de quienes lo integran. Solo así el arte podrá mantener su condición de espacio libre, incómodo y necesario en sociedades donde la creatividad es una forma de resistencia frente a la adversidad.

Noé Lima.

El disparo: cuentos del barr(i)o

 


Hace unos días, estando en una casa del barrio La Chacra, pensaba en este libro. Lo hice pensando en el dolor de la gente, de cómo se vive en zonas marginales alejadas del progreso del que se jactan los gobiernos; en ese epicentro de la desigualdad de donde siempre escapamos algunos afortunados, los que todavía podemos narrar lo que sucede.


Pensaba en él al saber de un chico que se enfrentó a tiros con la Policía Nacional Civil. Terminó herido; pero sus heridas vienen de antes, de una sociedad fragmentada, intolerante, irracional y cargada de odio.


Leerlo implica ver un panorama cargado de angustia en la sociedad salvadoreña, de esa que todos, sin querer, somos espectadores y a veces protagonistas de la incertidumbre. Nos preguntamos si mañana estaremos vivos o si nuestros nombres estarán en la estadística oficial de los homicidios. Esto se evidencia en poemas como «La bala perdida», donde el azar siempre juega un papel en la cotidianidad y la muerte se lleva en los hombros, esa eterna compañera de viaje.


Hay un personaje que se visualiza, se transforma a lo largo del libro El disparo, de Luis Borja. Se personifica llevando la ira, la muerte como fin cotidiano, la bala que está en la mirada de la «Jaina», en el verdadero rostro de la ciudad cuando cae la noche, en el pozo donde yacen los restos de las víctimas causadas por las maras en el municipio de Turín, en el trayecto hacia el norte para gozar del sueño americano, en la silla de ruedas que termina siendo un epitafio viviente de lo que fue la vida. Prácticamente se desplaza a lo largo del texto. Se sugiere a veces hasta con ternura demoledora. ¿No es acaso la muerte el fin de todo hombre? como en el poema de Vicente Aleixandre «Y se querían», donde la esperanza por la eternidad siempre se presenta a lo largo de la historia poética. En este país se vuelven eternos los recuerdos de sus muertos, los que se lloran para siempre.


Las visiones pueden ser significativas, siempre y cuando haya algo real que las justifique. Aunque el entorno real que se toma sea imaginario, no vivido, puede, claro está, cobrar fuerza por ese trozo de la realidad que se ha usado para transformar el poemario. Lo irreal solamente cuando sirve de puente expresivo para mostrar la realidad, es cuando se haya en condiciones poéticas que pueden justificar la irracionalidad de un poema.


El disparo: cuentos del barr(i)o posee una estructura sólida, con poemas que tienen pisos imaginativos bien elaborados. Una constante irracional en cada pieza que el lector podrá encontrar como cinematográficos. Todo eso aparece definido claramente por la yuxtaposición de los planos imaginativos, cargado de imágenes visionarias a veces, incluso arriesgadas. Vemos esa constante de planos reales e imaginarios que siempre llegan al mismo punto, el símbolo como herramienta para modelar la realidad que se explora en el libro.

Desde el principio el Símbolo se emplea como medio irracional. Va marcándose constantemente hasta volverse pauta para comprender estrofas o versos. Podemos incluso atrevernos a pensar que se trata de un Símbolo de libro completo, sin dejar de lado que todo radica en la minúscula manifestación de la muerte: Una bala.

La plasticidad de las imágenes es claramente usada como recurso para un fin: buscar la emoción del lector. No lo concibe como efecto inmediatista sino como medio para quedarse en la memoria de él y también en la nueva poesía salvadoreña.

Los elementos del libro llevan un discurso que lo vuelve universal. Se nutre de la brutalidad de esta sociedad —y como muchas, en condiciones de desigualdad—, que parece no tener memoria. Se han olvidado ya de la guerra, de la pobreza y sobre todo ven normal esta enfermedad de la violencia social. Se mata como sobrevivencia y se escapa para poder contar lo que sucede.

Dejaremos, pues, que Luis Borja dispare, que la detonación sea siempre una metáfora libre, desideologizada y con la ausencia de esa bala que nos acostumbraron a ver en los telediarios.


Noé Lima 

San Salvador, De La Nueva Era Violenta, cuatro de febrero de 2015.






¿Una generación del gonce? Notas sobre una identidad errante.



Mi generación tiene la mala costumbre de llamarse a sí misma generación de posguerra, como si el solo hecho de haber nacido después de los Acuerdos de Paz nos garantizara una especie de inocencia o claridad frente al conflicto armado que partió al país en dos. Pero no fuimos —ni somos— tan fácilmente clasificables.

No vivimos la guerra en el frente ni en la clandestinidad, pero tampoco crecimos en un país reparado. Nacimos bajo el peso de una paz mal negociada, entre silencios institucionales, cuerpos ausentes, y una memoria oficial plagada de huecos. Nos formamos en la resaca de la violencia, en la precariedad simbólica de una nación que se reconstruía sin convicción.

En ese sentido, como bien apunta el doctor Rafael Lara Martínez, somos una generación del gonce: una generación que no llega a consolidarse como tal, una generación puente, transitoria, ambigua. Habitamos un umbral entre la catástrofe y el simulacro de la estabilidad. Sin manifiestos, sin estéticas compartidas, sin ideologías que nos unieran, sin pactos literarios ni comunidad efectiva.

A diferencia de otras generaciones que se articularon a través de revistas, cafés, manifiestos o proyectos colectivos, la nuestra fue esencialmente dispersa. Cada quien escribió desde su propio rincón, desde su herida o su hartazgo. No compartimos un cuerpo literario reconocible, ni una línea estética, ni una visión política común. En muchos casos, ni siquiera nos conocemos. Y eso dice mucho más de lo que parece.

Es posible que, con el tiempo, alguien —sin vínculos afectivos, sin lealtades editoriales, sin romanticismo gremial— logre articular una lectura crítica de lo que realmente ocurrió con quienes escribimos durante los años noventa. Porque lo cierto es que sí hubo escritura, sí hubo voces, pero no hubo generación en el sentido estricto. Hubo individuos, propuestas aisladas, intuiciones sueltas.

No fuimos una generación de posguerra en el sentido de refundación o claridad.
Tampoco fuimos el cierre de un ciclo.
Fuimos, tal vez, una pausa larga entre dos momentos de intensidad.

Una generación del gonce,
una generación sin nombre definitivo,
pero con la lengua aún temblando entre ruinas.


Noé Lima
Guatemala, 14 de julio del 2025.