Mi generación tiene la mala costumbre de llamarse a sí misma generación de posguerra, como si el solo hecho de haber nacido después de los Acuerdos de Paz nos garantizara una especie de inocencia o claridad frente al conflicto armado que partió al país en dos. Pero no fuimos —ni somos— tan fácilmente clasificables.
No vivimos la guerra en el frente ni en la clandestinidad, pero tampoco crecimos en un país reparado. Nacimos bajo el peso de una paz mal negociada, entre silencios institucionales, cuerpos ausentes, y una memoria oficial plagada de huecos. Nos formamos en la resaca de la violencia, en la precariedad simbólica de una nación que se reconstruía sin convicción.
En ese sentido, como bien apunta el doctor Rafael Lara Martínez, somos una generación del gonce: una generación que no llega a consolidarse como tal, una generación puente, transitoria, ambigua. Habitamos un umbral entre la catástrofe y el simulacro de la estabilidad. Sin manifiestos, sin estéticas compartidas, sin ideologías que nos unieran, sin pactos literarios ni comunidad efectiva.
A diferencia de otras generaciones que se articularon a través de revistas, cafés, manifiestos o proyectos colectivos, la nuestra fue esencialmente dispersa. Cada quien escribió desde su propio rincón, desde su herida o su hartazgo. No compartimos un cuerpo literario reconocible, ni una línea estética, ni una visión política común. En muchos casos, ni siquiera nos conocemos. Y eso dice mucho más de lo que parece.
Es posible que, con el tiempo, alguien —sin vínculos afectivos, sin lealtades editoriales, sin romanticismo gremial— logre articular una lectura crítica de lo que realmente ocurrió con quienes escribimos durante los años noventa. Porque lo cierto es que sí hubo escritura, sí hubo voces, pero no hubo generación en el sentido estricto. Hubo individuos, propuestas aisladas, intuiciones sueltas.
No fuimos una generación de posguerra en el sentido de refundación o claridad.
Tampoco fuimos el cierre de un ciclo.
Fuimos, tal vez, una pausa larga entre dos momentos de intensidad.
Una generación del gonce,
una generación sin nombre definitivo,
pero con la lengua aún temblando entre ruinas.
Noé Lima
Guatemala, 14 de julio del 2025.

No hay comentarios:
Publicar un comentario